Por: Ariel Fernando Pianesi, abogado, diputado de la provincia de Misiones (UCR).
Durante el 2020, la incertidumbre se apoderó de las comunidades educativas de Misiones, con miedos y dudas que aún persisten en el colectivo social. Sin embargo, el año que comienza no puede ser igual.
Es verdad. Todos tuvimos que aprender a vivir de nuevo, a transitar una pandemia sin registro histórico. Las circunstancias nos llevaron a relacionarnos de manera diferente, a tal punto que debimos inclusive cambiar el trato con la familia y las amistades. Y en toda esta oleada de alteraciones, la educación no fue una excepción.
Misiones fue una de las primeras provincias en cerrar las escuela, ya hace casi un año. Se trató de una reacción rápida y coherente ante un escenario que se veía desconocido pero peligroso. No obstante, de allí en adelante –y con la permanencia de las escuelas cerradas – pudimos reconocer las desigualdades que esta situación profundizó.
Vimos las dificultades de acceso a medios digitales educativos. Vimos también la brecha de conectividad en los municipios misioneros. Y vimos incluso la forma en que el personal docente salió a recorrer los pueblos, caminando, para asegurarse –dentro de esas posibilidades – el aprendizaje de sus alumnos. Todo ello, dentro de un contexto totalmente inadecuado.
Sin lugar a dudas, fue un aprendizaje, pero que conllevó sacrificios y altos costos que esperamos, sean reparables. Maestros y maestras, profesores y profesoras, todo el personal docente tuvo que adaptarse muy rápidamente a una nueva forma de dar clases, de enseñar, para la que muchos no estaban preparados. Para ello, debieron correr por cuenta propia con los costos de servicios de internet y teléfono, e incluso tuvieron que comprar, en muchos casos, nuevos aparatos electrónicos. Fue una adaptación apurada a una nueva dinámica de trabajo.
Pero más preocupantes aún son los costos sanitarios del cierre de las escuelas. Los hogares familiares se vieron transformados en aulas escolares de todos los niveles. Padres, madres, abuelos, tíos. Todos dieron lo mejor para que se cumplan las pautas escolares y ayudar a construir ese conocimiento, que era tarea casi exclusiva del docente.
Mientras tanto, el bienestar nos sigue interpelando en todos sus aspectos. La salud integral, como la define la OMS, es el equilibrio de los factores físicos, biológicos, emocionales, mentales, espirituales y sociales de los seres humanos. Y los protagonistas de la educación – principalmente niños, niñas y adolescentes – fueron afectados gravemente en este sentido.
Los números registrados de incidencia en la salud mental de los menores son preocupantes, puesto que perdieron su espacio de socialización y de formación de la persona dentro de los colectivos. Ya no tienen ese lugar donde desarrollar la autonomía de su familia, de su hogar, de aprender con los demás. Las distancias no las acortan las redes, el trato personal y humano, es fundamental. Las cifras de deserción de niños, niñas y adolescentes que perdieron el contacto con la escuela en estos tiempos son alarmantes y deberían, por lo menos, llamar la atención.
Para el 2021 las proyecciones son igual de preocupantes. Hablamos de una catástrofe generacional, con más de 1.5 millones de estudiantes que podrían llegar a dejar las escuelas, mayormente adolescentes. No es solo un problema de conectividad, es la dificultad de adaptarse a aprender en la virtualidad, a no tener las herramientas de la presencialidad, tan importante para la formación de los sujetos de aprendizaje.
No es menor resaltar además que en adolescentes y jóvenes, el impacto en la salud mental es dramático: 8 de cada 10 jóvenes del país tienen síntomas de depresión leve, moderada y severa; y más de 6 de cada 10 tienen síntomas leves, moderados o severos de ansiedad.
Celebramos que nuestra provincia haya tomado la decisión de volver a abrir las escuelas, es urgente, es esencial, es el futuro de Misiones en juego. Pero ¿cómo lo vamos a hacer? ¿Cuáles son las certezas que les ofrecemos a padres, madres, familias, estudiantes, docentes y trabajadores de la comunidad educativa? ¿Cómo los vamos a cuidar? ¿En qué tiempos vamos a poner la infraestructura en condiciones para que todas las escuelas tengan agua potable? ¿Cómo vamos a proveer a las escuelas de elementos de higiene y control para que los protocolos funcionen? Sabemos que la modalidad en principio sería mixta, quizá de burbuja en los municipios con más casos. Ahora bien, ¿desde cuándo y cómo lo vamos a ejecutar? A los docentes que estarán expuestos todos los días, ¿quién los va a cuidar? Son personal esencial, ¿estarán con la prioridad que se merecen en el cronograma de vacunación? ¿Contarán con las herramientas suficientes para asistir a quienes necesitan reinsertarse en la escuela tras un año de desconexión y evitar la deserción?
La incertidumbre también enferma. El no saber qué va a pasar, ni cómo, ni cuándo, la comunicación a medias, eso también enferma. Si el discurso no es claro y realista, la sociedad no confía y acentuamos todos los procesos mentales y emocionales en quienes son los más afectados, los protagonistas.
Las dudas y el miedo no son amigos de la sociedad moderna e igualitaria que queremos construir en la formación ciudadana. Está claro que la lucha fue de todos: escuelas, maestros, familias enteras, pero por sobre todo, de los chicos. Y son justamente ellos los que nos exigen hoy una explicación, quienes demandan certidumbres sobre el retorno a ese lugar que tanto añoran pero sobre todo, necesitan: la escuela.