Ante los daños y angustias que genera la alta inflación son cada vez más frecuentes e intensos los debates respecto a adoptar un nuevo régimen monetario. Hay planteos extremos, como la dolarización, y otros más pragmáticos como la legalización del uso de dólar conviviendo con el peso (bi-monetarismo). A este menú se suma ahora la propuesta de una moneda común con Brasil.
Ciertamente que para recuperar la estabilidad y salir de la decadencia se necesita un nuevo régimen monetario. El repudio al peso es terminal fruto de la persistente y alta inflación, junto con férreos controles de cambios a los fines de mitigar la fuga de divisas del Banco Central. Sin moneda un país no puede generar condiciones para promover la inversión privada, la generación de empleos de calidad y el crecimiento económico.
Ciertamente que para recuperar la estabilidad y salir de la decadencia se necesita un nuevo régimen monetario.
Dando continuidad a los análisis en perspectiva histórica en el contexto del 20° aniversario de IDESA, se propone en esta ocasión recordar también por qué se llegó a esta instancia de destrucción de la moneda. Según datos del Ministerio de Economía y el Banco Central, entre los años 2003 y 2022 se observa que:
- El gasto total del sector público nacional fue, en promedio anual, 11% superior a los ingresos públicos.
- La emisión monetaria creció a razón de un promedio de 34% por año.
- La tasa de inflación promedio fue del 30% por año.
Estos datos muestran que el sector público nacional cubrió con ingresos genuino, a lo largo de las ultimas 2 décadas, menos del 90% de sus gastos. Esto explica los excesos de endeudamiento y de emisión monetaria. Sin desconocer que la inflación es un fenómeno multicausal, los crónicos déficits fiscales obligaron a emitir pesos por encima de lo que la gente demanda, lo que derivó en alta inflación. La situación actual (con ingresos que cubren solo el 80% del gasto y emisión monetaria e inflación anual en el orden del 100%) es la manifestación extrema de un proceso que se inició apenas explotó la convertibilidad en el 2002 y se deterioró consistentemente en los últimos 20 años.
La clave para explicar este proceso de decadencia es la mala organización del Estado. El desorden en el sistema previsional y la superposición de impuestos y de gastos entre los tres niveles de gobierno, potenciados por la desprofesionalización del empleo público, llevan a un Estado que de manera automática tiende a gastar consistentemente por encima de sus ingresos y a administrar dicho gasto muy mal. El problema de las fallas del Estado no es sólo el exceso de gasto sino también la pérdida de productividad económica y social que provocan las malas intervenciones públicas. Esto terminó destruyendo la moneda.
Cualquier régimen monetario fracasará si no se equilibran las cuentas fiscales y no se mejora sustancialmente la gestión pública. Como el déficit y la mala gestión responden a la mala organización del Estado, los ajustes fiscales tradicionales no son solución. Por eso, para el éxito de un nuevo régimen monetario es imprescindible ordenar el Estado. Esto incluye el ordenamiento tributario (unificando y simplificando impuestos), el ordenamiento de la distribución de ingresos públicos a nivel federal (reemplazando la coparticipación de impuestos por la distribución de fuentes tributarias entre jurisdicciones), el ordenamiento funcional (eliminando solapamientos de estructuras administrativas y gastos entre jurisdicciones), el ordenamiento previsional (procurando sustentabilidad y equidad) y la profesionalización del empleo público (recuperando el concepto de servidor público).
Ni la dolarización, ni ningún régimen monetario, resuelven los graves problemas que genera –por ejemplo– la aplicación de impuestos tan rudimentarios como Ingresos Brutos. Si bien ordenar el Estado implica involucrarse en temas políticamente complejos y conflictivos, es imprescindible colocarlo como prioridad en la agenda de políticas públicas. De lo contrario –como ya ocurrió con la convertibilidad– el cambio de régimen monetario será meramente el paso previo a una nueva frustración.