Lula asume en un contexto convulsionado, con detenciones por acciones terroristas, manifestaciones de preocupación por posibles atentados a la vida de ambos presidentes (el saliente y el entrante), la prohibición temporal -ordenada por el Tribunal Supremo Federal- de usar armas en el distrito federal (sede de la ceremonia), una sociedad radicalizada y la posibilidad de decretar como una de las primeras medidas de gobierno el “estado de defensa” para garantizar la paz social, medida que la constitución brasileña avala en circunstancias especiales y por el plazo limitado de 30 días (prorrogable por única vez).
Será una asunción más, como sucedió en Argentina en 2015, en la que el presidente saliente no le transmite los atributos del poder al entrante. Bolsonaro no estará en el traspaso de mando y eso deber ser leído como un símbolo de la confrontación y la polarización con la que inicia su gobierno Ignacio Lula da Silva.
Lula asume uno de los retos más difíciles de su vida política y la presidencia más compleja por delante en términos de gobernabilidad. Un mandato que empieza con cierta debilidad, aunque él intente dar muestras de fortaleza.
La verdadera pregunta es ¿podrá Lula solo? Con casi medio electorado en contra, cuestionamientos al resultado electoral y un Brasil empobrecido, la respuesta es que no. Lula ha tomado en cuenta esto y al anunciar su nuevo gabinete ha forzado la incorporación de personalidades de diferentes extractos ideológicos, tanto de derecha y de izquierda, como de centro.
Esa estrategia tiene como eje la idea de Lula de ampliar su base dentro del Congreso. Un Congreso que le es adverso, en el que no tiene mayorías ni en el Senado ni en la Cámara de Diputados. Intenta, de este modo, sumar aliados en el Poder Ejecutivo que le permiten añadir y tejer alianzas en el Legislativo.
Un gabinete que tiene algunos hitos, en el sentido de que reúne 11 mujeres ministras, entre las que se destacan: Marina Silva (ex candidata presidencial) a cargo del Ministerio de Medio Ambiente, Simone Tebet (tercera en la reciente elección y referente del MDB) incorporada al Ministerio de Planificación, y Sonia Guajajara en el nuevo “Ministerio de Pueblos Indígenas”.
Lo cierto es que, Lula diseñó un gabinete con 37 ministerios, lo que significa una superestructura, y un reparto de espacios de poder a la alianza electoral que lo llevó a este nuevo mandato. Esa conformación es -por sí misma- todo un desafío porque, probablemente, esos entornos de poder se convierten en cajas que serán manejadas por personas muy disímiles y que podrían no responderle al presidente con verticalidad. Será un gabinete muy heterogéneo y esta creación y expansión de ministerios -y de burocracia-, podría ser un talón de Aquiles para Lula.
Será todo una prueba para Lula tener que resistir, nada más y nada menos, que a la figura de Jair Bolsonaro, quien obtuvo 58 millones de votos del pueblo brasileño. La gran pregunta es: ¿será el líder de la oposición? ¿Le responderán las fuerzas de derecha reconociéndolo como su líder? ¿O terminarán negociando con Lula que es el actor y el factor de poder?
Bolsonaro dejará Brasil, al menos por tres meses en una suerte de “exilio”. Una posibilidad es que apueste a que el romance de Lula con la sociedad brasileña (o medio romance teniendo en cuenta los resultados) se termine en esos primeros 100 días de gobierno y que la “luna de miel” por su tercera presidencia se diluya. Reapareciendo como el único y verdadero oponente. Otra, es que Bolsonaro deja el país por temor a una persecución judicial y una posible detención.
El verdadero desafío para Lula es tener que lidiar con demasiados frentes abiertos. Sea para lograr acuerdos dentro de su alianza, obtener concesiones opositoras para evitar confrontaciones, construir acuerdos dentro del Congreso y con los gobernadores, requerirá de fondos y presupuestos en un Brasil empobrecido y tensionado. En ese contexto deberá hacer frente a los mayores retos sociales y políticos.